Dirty chic
Antes de salir de mi hotel, procuré fabricarme un look de acuerdo con mis sentimientos, y hoy en la mañana, desde el momento mismo de abrir los ojos, me sentí sucia, pecadora, una zombie más de la cultura del consumo. Los verbos coger y comprarse se me revelaron como los dos grandes pilares donde mi efímera vida se sostenía. El sol estaba detrás de las cortinas esperando recibirme; pero se quedaría esperando, pues ?como saben todos ustedes? yo soy
una mujer vampiro. No quise llegar a la casa de ninguna de mis amistades madrileñas, es de muy mal gusto plantarse con un par de maletas delante de la puerta de un amigo y decirle:
"Peggy está otra vez en Madrid". Lo que yo hago siempre es llegar a un hotel más o menos sofisticado y, esa misma noche, visitar los bares que frecuentan mis amigos; luego me los encuentro por casualidad, sorpresas, abrazos, besos y comienzo a sopesar las ofertas que recibo para ser huésped en sus hogares. ¿No es chic? A las seis de la tarde, y de acuerdo a mi estado de ánimo, decidí vestirme dirty chic. Me ajusté mis pantalones Moschino adornados
con corcholatas y una blusa de Lili Cube que yo mejoré forrándola de cartón barnizado.
Mis botines negros de Robert Clergerie quedarían perfectos en cuanto pasara por un charco de agua y mi cabello, salvajemente despeinado, despertería vómitos pasionales, asco libidinal, sucias eyaculaciones. A las ocho de la noche salí de mi hotel. El botones me preguntó si las cocholatas me las había pegado yo. Regularmente no respondo a los trabajadores, pero como esa noche iba de dirty, le dije:
"No tío, es un Moschino de 300 dólares, más o menos lo que tú ganas en un mes". Caminé por la Gran Vía en dirección a la Cibeles buscando los almacenes
Sepo, especialistas en fruslerías y en accesorios cutres. Me compré un par de pulseras de plástico color zanahoria y luego me fui a tomar al Chicote, famoso bar donde antaño tomaba cócteles Ava Gardner, y que ahora se abría gustoso para que pasara la Peggy López.
Allí dejé pasar el tiempo conversando con el cantinero que también estaba intrigado por mi blusa de cartón. "¿Es cartón, cartón, lo que se dice, cartón?", preguntaba el ingenuo jovenzuelo.
"Claro, tío ?le respondí? como el techo de tu casa". A las diez de la noche me fui directa al Morocco, un sitio de pedantería posmoderna muy ad hoc con mi vestuario. El Morocco tenía tres cosas que ofrecerle al público: unas paredes azul eléctrico muy bellas, sillas forradas con tela de leopardo y su fama como lugar de moda. No pasaron más de treinta y cinco segundos antes de que me encontrara con un conocido. ¿Pero, Peggy, tú en Madrid?". "Claro, chico ? le dije con un poco de mala leche?, en cambio a mí no me sorprende nunca encontrarte siempre aquí, deberías ahorrar y hacer un viaje aunque sea a Tenerife". Seguí mi camino hacia la barra y pedí un Finlandia (no hay que olvidar que esa noche iba de sucia), cuando la mesera, una
rubiecita insípida, me dio la cuenta, una mano con un billete de mil pesetas se interpuso entre nosotras.
Era Prado, un ex rockero convertido ahora en corredor de bolsa. "No lo puedo creer, Peggy, la flor más bella del ejido mexicano, aquí, frente a mí". "Prado ?le dije?, siempre has sido un imbécil para los cumplidos, ¿pero qué se puede pedir de alguien que ha sido rockero?". Prado me pareció una compañía muy adecuada para pasar los próximos treinta minutos.
Así que le permití invitarme a los siguientes Finlandia. Mis Moschino recibieron
varias miradas furtivas y despertaron la ?por decirlo así? envidia de una docena de divas que se habían quedado en el leopardo, la campana y los zapatos de plataforma. Me imaginé a las españolitas, al día siguiente, poniéndole corcholatas a sus Levis para ir al Stella, un sitio como el Morocco, ideal para petardear en la madrugada. A la una de la mañana me fui con Prado directa al baño. Nada más ideal para una dirty chic que follar dentro del baño del Morocco.
Nos introducimos al compartimento dejando la puerta emparejada para que los voyeurs pudieran disfrutar libremente del encuentro entre dos mundos. Prado tenía los pantalones hasta los tobillos, los calzones en las rodillas y la polla levantada más de 90 grados. "Qué vulgares son los hombres cuando se excitan", pensé. Por desgracia, mis Moschino se negaron a rebasar la curva de mis caderas y me fue imposible, en un espacio tan reducido, hacer las maniobras necesarias para quitármelos.
Prado, que había sido rockero y por lo tanto adolescente toda la vida, quería romperme los pantalones, bajarlos, rasgarlos, hacerles un hoyo; pero lo único que hizo fue herirse los dedos con las corcholatas y provocarse una
fuerte hemorragia. Pobrecito Prado, me dio lástima verlo allí tan indefenso. "¿Porqué mejor no te la pajeas, tío?", le dije y salí del baño temiendo que manchara mis pantalones con esehorroroso líquido rojo que le salía de los dedos. En el pasillo un voyeur me reprochó: "Oye, a ver si para la próxima vez traes falda".
Cuando salí del Morocco estaban tocando una de mis piezas favoritas, Loving You de Minnie Riperton.
Las notas me acompañaron hasta la Gran
Vía y dejaron de sonar cuando cerré la puerta del taxi.
Peggy Lopez